martes, 28 de febrero de 2012

Argelia Tejada Yangüela
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ARGELIA TEJADA YANGÜELA
Doctora en sociología cuantitativa (PhD) y maestría en teología
gelin33@gmail.com

Sobre mí

Especialista en evaluaciones de impacto y estratégicas en las áreas de organización y protestas rurales, salud primaria y saneamiento, planificación familiar, educación, alimentación escolar y alimentos por trabajo, y desastres. Autora de los libros "Bateyes del Estado" y "Metodología de una Experiencia en el Sector Rural" así como de decenas de estudios y artículos distribuidos a nivel internacional y nacional. Actualmente investiga y escribe.

"La Nación dominicana es la reunión de todos los dominicanos. La Nación dominicana es libre e independiente y no es ni puede ser jamás parte integrante de ninguna otra Potencia, ni el patrimonio de familia ni persona alguna, propia, ni mucho menos extraña" Juan Pablo Duarte

Es un hecho conocido aunque no divulgado que el origen de nuestra nación estuvo intervenido políticamente por la Iglesia Católica. La Carta Pastoral del 28 de julio de 1844 que emitiera el Arzobispo Tomás de Portes e Infante con la amenaza de excomulgar a quién no votase por Pedro Santana le arrebató la presidencia de la Primera República a Juan Pablo Duarte. El triunfo electoral de Pedro Santana privó a la nación dominicana de un gobierno liberal y democrático e implantó un gobierno dictatorial y anexionista responsable de la persecución y asesinatos de destacados Trinitarios y del destierro de Juan Pablo Duarte y su familia.

Lo que puede considerarse “la historia oficial del Arzobispo Portes” fue presentada en 1966 por Monseñor Juan Félix Pepén durante la presentación de un libro en su honor. Éste destacó su supuesto patriotismo y sus méritos por fortalecer la Iglesia. Fue alabado por haber sido el primero que otorgó el título de Padre de la Patria a Duarte cuando lo recibió en el muelle de Santo Domingo el 15 de marzo de 1844; por haber despedido a Duarte con una bendición en la Puerta del Conde; y por haber celebrado la proclamación de la primera Constitución el 23 de noviembre de 1844.[i] No sin dejar de destacar su rechazo inicial al firmarla.

La excomunión de Duarte y los Trinitarios y la amenaza de excomunión para los que no votasen por Pedro Santana no aparecen en este libro. Quizás no hubo malicia de parte del prelado y efectivamente desconocía la Carta Pastoral del Arzobispo Portes que yacía en los Archivos de la Arquidiócesis cuando presentó su biografía. Pero es difícil pensar que la desconocía cuando reconoce que Portes escribió las primeras cartas pastorales de la República.

Tampoco puede ser casual que esta pastoral no aparezca en el portal de la Conferencia del Episcopado Dominicano (CED) junto a documentos considerados importantes, y que tampoco aparezca la Pastoral de 1938. Contrariamente, la CED afirma en su reciente Carta Pastoral del 21 de enero, que el que haya leído "todos los Mensajes anuales del día de la Independencia dominicana se convencerá de que la Conferencia del Episcopado Dominicano se ha sentido siempre obligada y comprometida a contribuir desde su misión con una nación más sana moralmente, más fraterna, justa y equitativa". Su memoria histórica es selectiva al omitir las pastorales emitidas con fines electoreros para apoyar dictaduras.

La pastoral de 1844 estuvo enterrada por cien años en el Archivo General de la Arquidiócesis de Santo Domingo, estante B cajón 62, legajo 28. Su conocimiento debemos agradecerlo a Emilio Rodríguez Demorizi, quien entregara una copia al Archivo General de la Nación, en la Colección del Centenario de la República Dominicana, Volumen II páginas 47 a 55. También agradecemos al historiador Juan Mariñez por divulgarla.

Sociología del triunfo de Pedro Santana

La excepcionalidad de la Independencia dominicana a principios del Siglo XIX nos permite comprender las causas sociológicas que posibilitaron la participación de los clérigos en el movimiento independentista, contrario a lo que sucediera en otras naciones de la América Latina y los Estados Unidos, donde los movimientos independentistas se distanciaron de iglesias establecidas aliadas a poderes coloniales.

La alianza ancestral de la Iglesia con los intereses coloniales de España no explica por sí sola el triunfo electoral de Pedro Santana sobre Juan Pablo Duarte. Es necesario preguntarnos, ¿por qué en otros países de América Latina esos mismos intereses de la Iglesia no prevalecieron sobre los revolucionarios independentistas? ¿Por qué tampoco prevalecieron durante las revoluciones capitalistas de Europa? Éstas últimas lograron cambiar el feudalismo europeo integrado a Iglesias establecidas por un capitalismo democrático que solamente produjo dictaduras allí donde se establecieron alianzas entre las clases burguesas y terratenientes'.[ii]

En los países de la América Latina, con la excepción dominicana, las élites criollas sustituyeron el poder imperial colonialista y cambiaron el modo de producción colonial y esclavista. Durante las guerras de independencia en estos países los revolucionarios enfrentaron a una Iglesia aliada al poder colonial que ellos intentaban sustituir. Esto convirtió a las fuerzas revolucionarias en anticlericales—dependiendo de la intensidad de sus luchas.

Puede observarse el caso mejicano: el Estado prohibió las vestimentas religiosas en lugares públicos y la Iglesia todavía no ha logrado negociar un Concordato que la financie. En los Estados Unidos, las colonias lucharon por la independencia de la monarquía británica donde el poder eclesial y estatal convergía en una misma persona. En su primera Constitución de 1789 el pueblo se señala como la fuente del poder político sin referencias a poderes sobrenaturales y la primera enmienda a la Constitución que encabeza su lista de derechos prohíbe la creación de una iglesia oficial.

La excepcionalidad dominicana deviene del hecho que su lucha por la independencia no fue contra España, sino contra Haití. Durante la ocupación de la ex-colonia española, Haití enfrentó a la Iglesia y la despojó de su poderío económico. Luis Martínez Fernández (1995) hace el señalamiento de que "quizás ningún otro sector de la sociedad dominicana sufrió pérdidas mayores que las sufridas por la Iglesia Católica durante los 22 años de la ocupación haitiana (1822-1844)"[iii] [mi traducción].

Martinez cita a Frank Moya Pons para explicar cómo el estado y la iglesia colonial quedaron debilitadas por la declaración de independencia en diciembre de 1821, y como semanas más tarde doce mil tropas bajo el comando del presidente haitiano Jean-Pierre Boyer invadieron la ex-colonia española para satisfacer la meta haitiana de muchos años de unificar la isla bajo dominio haitiano.[iv] Boyer nacionalizó las tierras propiedad de la Iglesia Católica y de las órdenes religiosas, y canceló los censos y las capellanías (dinero prometido por donantes) que personalmente eran usufructuadas por el Arzobispo Pedro Valera.[v]

Adicionalmente, el régimen haitiano dejó de pagar los sueldos de los sacerdotes financiados bajo el patronato real, suprimió monasterios y cerró la Universidad de Santo Domingo cuya facultad la constituían sacerdotes. La reducción de la Iglesia al nivel de una institución cualquiera y el corte de su financiamiento provocaron el rechazo del Arzobispo Pedro Valera al régimen haitiano, a pesar de la disposición de los haitianos de restaurarle su salario. Temiendo por su vida, el Arzobispo Valera, abandonó la isla para Cuba en 1830, dejando como líder de la Iglesia a Tomás de Portes e Infante. Por estos motivos, la iglesia temía a las tropas haitianas y defendía la anexión a Francia, no el establecimiento de una nación independiente.

Por otra parte, los Trinitarios carecían del poder militar para vencer por ellos mismos al ejército haitiano y a la vez tenían dificultad para crear unidad política en torno a la creación de una nación independiente, dado la existencia de grupos pro-haitianos y pro-anexión a Francia o España. Por estas razones les fue necesario establecer una alianza táctica con el sector anexionista de caudillos regionales como los hermanos Santana y de los clérigos que también anhelaban mantener las tropas haitianas en Haití.[vi] De aquí que los grupos que lucharon por la independencia de Haití lograron una unidad táctica, no estratégica.

Una vez consumado el triunfo militar sobre el ejército haitiano, las diferentes estrategias se manifestaron y dividieron el campo político. La iglesia luchó por sacar a los verdaderos independentistas de la arena política y logró sustituir el discurso movilizador de las ideas Duartianas de soberanía, libertad y democracia con simbolismos bíblicos y la amenaza de excomulgar a quien no votase por Pedro Santana.

Años más tardes, las diferencias estratégicas entre la iglesia y el gobierno de Pedro Santana se dirimieron frente al Congreso Nacional el 14 de marzo de 1853. En esa ocasión, Portes se negaba a jurar por una constitución que no fuese confesional bajo el alegato de que había dos potestades "la Civil y la Iglesia. Yo soy un enviado de Dios". Contrariamente, Santana consideraba que existía anarquía porque los poderes de la Iglesia y el Estado se confundían, por lo que "no podía consentir dos poderes en el Estado". Finalmente Portes accedió ante la voluntad del Presidente Santana de deportarlo.[vii]

Conclusión

El siglo XIX de nuestra historia resulta difícil de comprender, digerir, asimilar y aceptar. Es difícil explicar en pocas palabras las causas que determinaron el fracaso electoral de Juan Pablo Duarte a la presidencia de la Primera República. Es difícil comprender que serían traicionados y perseguidos por los mismos que se les unieron para sacar las tropas haitianas del territorio dominicano. Es también difícil admitir que los mismos sectores que se confabularon contra el Padre de la Patria han perdurado activos en nuestra historia.

La Iglesia Católica, a un año del 200 aniversario del nacimiento de Juan Pablo Duarte, debería aprovechar la ocasión para hacer un acto de reparación al pueblo dominicano. Es tiempo de que reconozca sus errores y renuncie a los privilegios que les otorga un Concordato anacrónico. Pero en vez de humildad, recientemente hemos observado la actitud de prepotencia eclesiástica amedrentando y amenazando a los políticos con el voto electoral; repitiendo la historia de 1844 al imponer a políticos de poco carácter al inclusión de dogmas religiosos en la Constitución..

Esta injerencia política de la iglesia es incomprensible para casi todos los países del mundo cuyas constituciones se fundamentan en la defensa de los derechos humanos. La ausencia de una rebelión se explica porque el pueblo continúa adormecido como lo estuvo en 1844. Continúa de espaldas a la ciencia y de frente a la Autoridad en todas sus manifestaciones. Los nuevos dictadores corrompen con prebendas; quiebran el sistema de educación pública y ofrecen religión en vez de moral y cívica; mantienen al estudiantado alejado de la memoria histórica de sus luchas y del conocimiento de las causas de su pobreza. Por eso nuestra cadena de dictadores continúa gobernando.

El próximo martes presentaré el análisis y partes del texto de nueve páginas de la Carta Pastoral de 1844.

[i] Ángela Peña. Calles y Avenidas. Arzobispo Portes dirigió catolicismo en Santo domingo. Periódico Hoy, 6 Noviembre 2010.

[ii] Ver Barrington Moore. Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia. El señor y el campesino en la formación del mundo moderno. Traducido por Jaume Costa y Gabrielle Woith, segunda ed. Barcelona: Ediciones 62 sja, 1976.

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[iii] Luis Martinez-Fernández. The Sword and the Crucifix: Church-State Relations and Nationality in the Nineteenth-Century Dominican Republic. En Latin American Research Review, 1995, Vol. 30, No. 1, pp. 69-94.

[iv] La meta de la unidad e indivisibilidad de la Isla permaneció explícita en la Constitución de Haití hasta 1986, después de la caída de la dictadura Duvalierista.

[v] Ver. Frank Moya Pons, "The Land Question in Haiti and Santo Domingo: The Sociopolitical Context of the Transition from Slavery to Free Labor, 1801-1843". En Between Slavery and Free Labor, Editado por Manuel Moreno Fraginals, Frank Moya Pons, and Stanley L. Engerman (Baltimore, Md.: Johns Hopkins University Press, 1985), 181-214, esp. 185-86.

[vi] Ver Eduardo Latorre. Política Dominicana Contemporánea. Santo Domingo: INTEC, 1975. Latorre sostiene que "una cosa fue dar el trabucazo de la Independencia y otra poder mantener el ejército haitiano fuera del territorio dominicano. Los Trinitarios habían sido intrépidos en su golpe de estado en la ciudad, pero no pudieron inducir al país a la independencia sin sus aliados anexionistas, pues no tenían el poder para enfrentar por si solos a los haitianos". Pag. 34. Latorre se apoya en José Gabriel García. Compendio de la Historia de Santo Domingo. SD: Publicaciones Ahora, 1968, 4ta edición, Volumen 1; y Summer Welles. La Viña de Naboth. Trad. M.A. Moore. Santiago: Editorial El Diario, 1939, Vol. 1.
Publicado por:
Ángela Peña.

viernes, 17 de febrero de 2012

GENERAL ANTONIO DUVERGÉ….SU ÚLTIMO DESEO ANTES DE SU EJECUCIÓN



En la mañana del 11 de abril de 1855, un penoso cortejo de condenados a muerte, escoltado celosamente por un batallón de soldados regulares y observados a discreción desde la retaguardia por una abigarrada multitud de curiosos, llegaba en silencio al cementerio municipal de El Seibo. Aquel había sido el lugar escogido por las autoridades para darle cumplimiento a la sentencia emitida tres días antes contra ellos por un tribunal militar, encabezado por el general Juan Rosa Herrera y el coronel Eugenio Miches, a instancias del entonces presidente, general Pedro Santana. El grupo era apenas una parte del amplio contingente de dominicanos que, imputados de conspiración contra el régimen de terror impuesto por Santana, habían sido detenidos entre febrero y marzo de 1855.
(La develada conjura había sido auspiciada por el ex presidente Buenaventura Báez desde su exilio en Saint-Thomas, pero la mayoría de los dominicanos de ideas progresistas se habían sumado a ella con el objeto contribuir a enderezar el tortuoso derrotero que había tomado la república desde 1853 en manos de Santana).
En aquel infeliz desfile de sentenciados que arribaba a las afueras del cementerio seibano, unos cabizbajos y otros con la mirada perdida en el horizonte de cruces que se levantaba a la distancia, se destacaba la figura serena y altiva de un hombre de rostro curtido, mediana edad y estatura procera: era el general Antonio Duvergé, popularmente conocido como “Bois” (pronunciado “Buá”), antiguo jefe del legendario ejército dominicano del sur y uno de los más descollantes héroes de las jornadas independentistas criollas frente a Haití.
Duvergé, quien había sido confinado a El Seibo tras salir absuelto en el proceso que Santana le armara en 1849, debió ocultarse cuando la mencionada conspiración fue descubierta, y luego de una persecución tenaz y violenta fue apresado en su escondite como resultado de una infidencia cuyo origen aún se discute.
Era de general conocimiento que Duvergé, cuya vida de soldado se inició en los días primigenios de la independencia, gracias a su acendrado espíritu patriótico, su valor espartano y su pericia en el arte de la guerra -galvanizados al calor de la guerra a muerte contra el invasor haitiano-, había ascendido paulatinamente entre sus pares hasta terminar convertido en una de las más importantes figuras militares de la naciente República Dominicana.
Fue Duvergé, en efecto, el comandante victorioso que durante años frenó las hordas invasoras en las agrestes tierras de la frontera sur -especialmente en Comendador, Las Matas de Farfán y San Juan de la Maguana- y el caudillo nacionalista que se alzó con la victoria en los heroicos combates de El Memiso (abril de 1844), Cachimán (diciembre de 1844, y junio y julio de 1845) y El Número (abril 1849). Sus hazañas militares en esta zona durante casi siete años hicieron que uno de sus más ilustres biógrafos lo denominara, con justa razón, “el centinela de frontera”.
El tribunal militar que lo juzgó, como ya se ha reseñado, condenó a Duvergé a la pena capital, y fue tratado con tanta saña que ni siquiera sus hijos quedaron a salvo: Alcides, un jovencito de apenas 22 años, y Daniel, adolescente menor de edad, fueron sentenciados a la misma pena -siendo prorrogado el cumplimiento de la decisión con respecto a este último hasta que cumpliera 21 años-, y Tomás -de 11 años- y Nicanor -de 9 años- resultaron sentenciados a la pena de confinamiento en Samaná.
Aquel fatídico día de primavera, miércoles posterior a la Semana Santa de 1855, impelidos por el vozarrón de mando del comandante y las amenazas de los soldados bayonetas en ristre, los condenados empezaron a formarse a un lado de la amplia pared del camposanto, y luego del anuncio de rigor se procedió, con la rudeza que es propia del comportamiento castrense, a despojar deshonrosamente de sus insignias a los convictos que eran portadores de rangos militares.
Luego de concluir esa odiosa ceremonia de degradación y humillación, también tras la orden al efecto de oficial comandante de las tropas, se iniciaron los preparativos para el proceso de fusilamiento, uno a uno, de aquellos patriotas que, debido a sus manifestaciones por un mejor destino para la patria o simplemente en virtud de asechanzas políticas o personales, habían caído bajo las botas implacables del general Santana y sus incondicionales.
Un soldado avanzó entonces hacia la pared del cementerio y, situándose a unos metros de ella, con la punta de su bayoneta dibujó en el suelo una equis para señalar el sitio exacto donde debía ser colocado cada uno de los hombres que iban a ser pasados por las armas. Un rancio olor a muerte se sentía en el ambiente, y tanto la mayoría de los uniformados como los civiles curiosos que estaban situados a prudente distancia del teatro de los hechos eran presas de un mutismo sepulcral.
En el momento en que el jefe de los soldados procedía a ordenar la presentación ante el pelotón de fusilamiento del primer condenado, todos los presentes se sorprendieron al ver que el general Duvergé, con mirada apremiante, le hacía con su mano derecha un firme gesto de llamado a aquel. Aunque nadie osó romper la fúnebre mudez que reinaba en el ambiente, muchos se cuestionaron interiormente por el extraño acto del gran patriota y líder militar. “Parece que Bois se está cagando del miedo”, susurró un desaprensivo.
El oficial comandante, sin ocultar su desagrado por la interrupción de que había sido objeto por parte del general Duvergé, obtemperó de mala gana al llamado, y avanzó con paso marcial y aire de arrogancia hacia el lugar donde él se encontraba. Tras escuchar algunas palabras pronunciadas por el condenado, el oficial pareció quedar momentáneamente paralizado. Se le vio turbado, como si no pudiera dar crédito a lo que había escuchado. “Tiene usted que complacerme -se oyó decir a Duvergé con voz estentórea-. Es el último deseo de un condenado”.
Algunos segundos después, ya repuesto del efecto que le causaron las palabras del general pero con el rostro visiblemente desencajado y el pecho probablemente henchido de conmiseración, el oficial ordenó que llevaran de inmediato al patíbulo a un jovenzuelo de mirada tímida, piel acanelada y contextura media: se trataba de Alcides, el hijo de 22 años de Duvergé que, como ya se señaló, había sido condenado junto con él. En medio de la expectación general, dos soldados se adelantaron para darle cumplimiento a la orden.
El muchacho, virtualmente arrastrado hacia el cadalso, estalló en sollozos mientras se alejaba con mirada anhelante de su padre, y minutos después el plomo graneado del pelotón de fusilamiento caía letalmente sobre su joven anatomía. El general Duvergé tuvo el valor de verlo retorcerse ante el impacto de los proyectiles, pero no pudo sostener la mirada cuando lo vio desplomarse, exánime, sobre el suelo polvoriento. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas ajadas.
Cuando llegó su turno, el general Duvergé se negó a que los soldados lo llevaran de brazos, como se estilaba en la época, y caminó calmadamente hacia el lugar en donde se encararía con la muerte. Una vez frente al pelotón de fusilamiento, el insigne patriota levantó los hombros, miró altivamente hacia sus ejecutores y grito: “Estoy listo”. Entonces se escuchó la voz de mando ordenando disparar. Duvergé, impactado por el fuego de los ejecutores, cayó lentamente al suelo, con el pecho destrozado.
Al concluir el macabro acto de administración de la pena capital, uno de los presentes se acercó al oficial que lo dirigió y, entre mordaz y curioso, le preguntó: “Comandante, respetuosamente, ¿y qué fue lo que le dijo el general Duvergé que usted se puso blanquito?” La respuesta del oficial, ofrecida con un dejo de emoción que resultó perceptible a pesar del tono cortante de su voz, causó estupefacción en todos los asistentes:
-Me pidió como último deseo que:
¨ Fusiláramos primero a su hijo para evitarle el dolor de ver morir su padre. ¨

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Por: Arq.Raifi Genao
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Escritos de : Luis Decamps-Archivo General de La nación